viernes, 13 de diciembre de 2013

Una clase de panadería.

María es rumana. Como para muchas mujeres de su país, hacer pan es una labor doméstica más; hornear en hornos de leña también. Así comienza el texto que viene a continuación en el que no habrá recetas -hay tantas en los libros, en internet más, muchas buenas, otras tantas no tanto- ni trucos, ni nada que en esencia sirva para hacer mejor pan, o quizás sí y entonces será retórica vacía este comienzo, o no por otra parte.
Así, opto por reivindicar el saber ancestral, la sabiduría humilde y poderosa, el saber hacer callado y parco de tantos, de tantas. Un homenaje, en suma, a nuestra cultura, en este caso con apellidos culinaria y panadera, que se perpetúa de madres y abuelas a hijas y nietas, de padres y abuelos a hijos y nietos.
También, este post va dedicado a mi abuela Dolores, Loli, que con su ejemplo de vida pasa a la categoría de esas personas imprescindibles, que a pesar de tanta lucha, de tantos hijos, siempre tuvo un piropo y una sonrisa en su boca, un puchero en el fuego y un chiste, como una bala, en la punta de la lengua.

María es rumana. Como para muchas mujeres de su país, hacer pan es una labor doméstica más; hornear en hornos de leña también. María salió de su país ya mayor para cuidar a otras personas mayores y aunque su perfil profesional quizás no llegue para rellenar un currículum de mecanógrafa, María sabe bien de muchas cosas, también de pan.
Aprendió el español hablándolo y con el empeño que se le ponen a las cosas que son imprescindibles. La inmigración por motivos económicos es una constante en la historia, lo sabemos. También sabemos que lo que buscan aquellos que salen no es mucho más que tener expectativas de un futuro mejor. Lo sabemos tan bien, que cualquiera mínimamente informado acabaría la frase, como un jingle televisivo (recuerdo ahora el que decía Yo soy aquel negrito, que sigue tropical... y cacao... para acabar con la marca)Sin embargo, lo que quizás no sabemos tan bien los que no lo hemos vivido es que ese impás -para tantos tan largo como la propia vida- revela que mucho de lo que somos no es propiamente una esencia consustancial a nosotros, sino el reflejo de nuestra historia, también de aquellos que nos conocen, de nuestros objetos de siempre, de la vieja casa familiar, del árbol de la calle, de la ribera del río, de la loma verde; también de ese modo particular en que huele la tierra de nuestra calle al llover, o del fondo de armario viejo que queda atrás y que nos proporciona perfiles únicos de nuestra propia imagen, no disponibles en ningún Primark, Carrefour o Zara, independientemente de los tejidos, los cortes, las confecciones.
Diríamos así que al dejar nuestro país también dejamos una parte de nosotros mismos, y entonces estaríamos de nuevo en el terreno del lugar común, de la frase hecha, de la retórica vacía.
Quizás sea hora de reconocer que es imposible hablar con credibilidad de cosas que no se han vivido, como narrar un parto a la manera de los comentaristas deportivos, que desde unas jaulas de cristal ponen la voz hueca a la acción de la pelota,  desgañitándose como si cada inflexión de la voz fuera el chute, el recorte, el spring final en que se decide el destino del partido.
María, al venir a España abandonó parte de sí misma y fue emocionante asistir a su reencuentro con la alquimia de masas y fuego, que a la manera de una vieja habilidad que -como la del equilibrio complejo de montar en bici- aguarda su momento para pasar de potencia invisible al acto palpable.

Curiosamente además, María hizo su aparición en un momento en que este aprendiz de panadero que escribe se hayaba en una letanía de explicaciones sobre procesos panarios. Con gestos y palabras ansiosos pidió agua caliente, yo la usaba fría, incorporó la harina a ojo, yo la pesé, mezcló todos los ingredientes de una vez, yo los separaba en fases desde la primera de autólisis, pasó a amasar rápidamente, yo sometía a las masas al french fold, dejó reposar al calor suave de la bóveda superior del horno, yo al frío de la mañana de diciembre, boleó y trenzó con manos de cirujano de córneas, yo con las de cavador de zanjas... para finalmente introducir el pan en el horno cuando el mío apenas se mezclaba con la levadura. Finalmente, una olorosa hogaza de precioso pan salía del horno mientras el mío languidecía en el frío suelo de la mesa.
Yo era el maestro panadero, ella la rumana que cuida del abuelo.
Yo tenía cientos de euros en maquinaria y libros específicos (en inglés no se piense usté), ella sus manos.
Yo la prerrogativa de la voz situada en un contexto de autoridad, la casa familiar de mi país, en mi lengua y rodeado de familia y amigos que aplaudían, ella, sin embargo, sola, sin nada pero con algo equiparable sino más valioso, la dignidad de un conocimiento interiorizado y humilde, que a la manera de las nanas de la primera infancia destila verdad y amor. !Gracias María!