Amablemente, abre las puertas de su obrador a los ojos desacostumbrados del que escribe y su amigo fotógrafo. Entre soñolientos y sorprendidos irrumpimos en un entorno en el que el panadero se mueve con movimientos medidos, precisos y domesticados por el paso de los años: paletas que vuelan, masas que entran y hogazas que salen, tabales que se deslizan saltando desniveles, llamas que brotan al son de una voz de radio desdibujada y lejana como la de los sueños.
Quizás, el propio horno de más de 150 años sea -con su hogar incandescente- el que marque el ritmo de los acontecimientos en ese espacio que ve nacer panes sencillos como granos de trigo tostados y crujientes.
El trabajo árduo y sacrificado de la panadería es un condimiento más de estos panes antiguos, y el panadero, como preso en su condena de harinas y fuego, perpetúa el oficio con dignidad y orgullo, como a sabiendas de que con su madrugar diario, anticipándose a la gallería, revive ese mundo de ayer, en el que los hombres sencillos hacían cosas sencillas, sabiamente.
Al fin, el resultado de un esfuerzo coordinado y encadenado, un pan digno de su nombre.
Me gustaría poder entender el comentario.
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